¡Que todos los seres sean felices!
GUÍA Nº 41.- La sensación de problema
No tenemos problemas como tal, tenemos sensación de problema. Esto es así ya que cualquier situación dolorosa que nos ocurre no es más que una proposición de la vida cuyo sentido es el de construirnos, desarrollarnos, en consecuencia, favorecer nuestra fuerza interior y nuestra personalidad.
Entonces la vida nos está constantemente proponiendo cuestiones para el placer o el displacer. De esta manera la sensación de problema, si bien al principio conlleva un cierto malestar, éste se acentuará según y como se llegue a identificar nuestro Yo en la situación.
Supongamos que una persona, al tener que hablar ante un grupo de personas que lo escuchan, tuviese baja autoestima, fuese tímida, tartamudeara, tuviera problemas emocionales…etc. Esta situación se convertiría para el individuo en un problema. Sin embargo, la sensación de problema disminuye en relación a las respuestas asertivas que la persona adquiere frente a la circunstancia, fuerza personal y aceptación de su rol, imprescindible para afrontar con ecuanimidad la relación.
En realidad, todo funciona según las respuestas emocionales y personales que alcanzamos frente a lo que hacemos. Cuando una persona no tiene respuestas, la situación pasa a ser de RIESGO, convirtiéndose en un problema. Lo cierto es que las distintas cuestiones de la vida nos acercarán sensación de dificultad según la capacidad de solución y solvencia que se adopta ante ellas. El amplio arco experimental que aborda todo individuo en la vida estará sin duda dispuesto para que él aprenda a desarrollar su madurez, esto es: su capacidad de disminuir las distintas sensaciones de agobio y dificultad.
No es lo mismo sufrir un accidente de tráfico que ir a comer con unos amigos y desconocidos que nos vayan a presentar. Así sea la experiencia concreta el Yo sufrirá sensación de contrariedad, manteniéndose tenso y a la defensiva, o bien adoptará un talante más resuelto y relajado.
Los problemas no son ni más ni menos que una proposición para despejar una incógnita, para establecer con la vida una resultante apropiada que nos desarrolla. Por tanto, lo que el individuo común sufre se convierte en una trampa psicológica donde magnificamos la sugerencia de la vida y, de esta forma, aumenta la sensación de angustia y dificultad.
Así, cada uno aborda las situaciones según su madurez personal y la capacidad asertiva que haya desarrollado. Aserción significa confianza y fuerza personal. Según como hayamos ampliado nuestra capacidad asertiva vamos a sufrir la concreta sensación de problema que nos cause una situación.
Quiere decir que una persona que no ha desarrollado su asertividad por problemas personales, por miedos, porque aún padece fases concretas de adolescencia en su forma de abordar cualquier dificultad, no ha madurado, teniendo respuestas muy condicionadas a la vida. Su educación es muy restrictiva porque adopta muchos moldes educativos, defensas reactivas frente a la situación de riesgo que se le presenta. Así se ajusta demasiado a sus propias ideas porque le dan sensación de seguridad.
Una persona que viaja, que ha tenido la oportunidad de relacionarse con mucha gente, adquiere experiencias vitales, madura sus emociones porque ha compartido afectos y desafectos, porque ha tenido la oportunidad de afrontar muchas situaciones de riesgo, cuestión fundamental que templa su actitud. Sus respuestas ante las nuevas situaciones serán más relajadas y, por tanto, relativizará con un sano criterio las situaciones de conflicto que se le plantean.
Tenemos pues sensación de problema según los procesos de madurez y desarrollo personal por los que pasamos. Todo el mundo tiene sensación de problema en alguna medida, porque aún no hemos desarrollado una profunda ecuanimidad. Por ejemplo: a nadie le gusta que le abandone su pareja, que su hijo suspenda el curso escolar, tener dificultades económicas…etc. Pero cuando abordamos estas experiencias con una visión focal, las miramos en perspectiva, aminorando en ellas la sensación molesta, simplemente porque nuestro Yo aprende a no identificarse en exceso con la circunstancia.
La vida está dispuesta para la trascendencia, para aprender a no sufrir y contemplar nuestras anécdotas de forma relativa. Lo absoluto nos hace tremendistas, y de esta forma la emoción asume con encono y dolor la situación. Cuando hablamos de apreciación focal es contemplar la experiencia con una perspectiva adecuada que nos convierte en espectadores de la misma. El actor padece porque limita su emoción al guión aprendido; así vive su anécdota muy identificado mental, emocional y energéticamente con ella. O sea: que no adquiere una visión amplia sobre lo que le pasa porque su «Ego» se identifica demasiado con la experiencia, viviéndola como si fuera absoluta y determinante.
Cuanto más perspectiva alcanzamos de cualquier experiencia se nos va convirtiendo en relativa. Toda experiencia va de paso. Por eso nos será fundamental entender la vida como trazos de ensayos fugaces destinados a templar a nuestro Yo. Nada pues es permanente o absoluto, y el sentido de la relatividad no sólo madura el talante del individuo, sino que también le lleva a vivir una mayor salud de su campo vital.
El «Ego» tiende a identificar la experiencia por la que pasa de forma tremenda y pasional. Por eso pensamos que nuestra mujer nos pertenece, sin tener en cuenta que tiene ideas propias, que las experiencias por las que pasan son suyas e individuales, que también utiliza su libre albedrío para aprender… etc. Así cuando ella decide dejar de estar con nosotros, lo vivimos fatal, porque hemos adoptado en la mente el cliché de que es nuestra y, si de alguna manera nos pertenece, ella no puede defraudarnos. La tenemos que poseer, que dominar… y desde esa idea absoluta sufrimos cuando la situación se nos va de las manos.
Estamos educados a vivir la vida desde experiencias absolutas y determinantes. Por ejemplo: el jarrón chino que nos regaló nuestra tía Gertrudis lo pondremos en el mejor sitio del salón, ya que nos es muy apreciado. Desde este primer momento vivimos el hecho como experiencia absoluta, o sea: al tótem representativo que el «Ego» necesita usar le damos un valor categórico. Así cuando el jarrón se rompe lo experimentamos como fatalidad tremenda, porque el jarrón, aunque no nos demos cuenta a priori, lo hemos convertido en una prolongación de nuestro propio Yo. Si está el jarrón en un lugar apropiado de la habitación me siento muy bien; si no está, sufro, ya que no lo vivo como algo circunstancial y pasajero, sino como un valor importante y esencial de mi vida. La capacidad de relativizar el hecho nos permitiría sentirnos bien, tanto si tenemos el jarrón como si no, ya que el «Ego» no adopta el tótem con tanta estimación y entrega.
Vivimos la vida como una serie de experiencias absolutas donde nuestra mente se hace muy exigente respecto a ellas. Ejemplo: exigimos tener un trabajo concreto, tener una salud de hierro, no morir, porque eso de morir va en absoluto en contra de mi Yo…etc. Evidentemente, estamos programados para sufrir siempre, ya que nuestra identificación con cualquier hecho o circunstancia hará que derrochemos energía consciente.
Cuanto más identificada se encuentre nuestra psique con las cuestiones formales de la vida, más condicionados estaremos; cuanto más condicionados, menos maduros; cuanto menos maduros menos conscientes; cuanto menos conscientes menos fuertes; cuanto menos fuertes menos asertivos; cuanto menos asertivos más débiles, más sensación de problema tendremos y, por ende, más dolor y enfermedad.
Según esto podríamos decir que el dolor y la enfermedad son consecuencia de nuestra precaria educación emocional. Llevamos miles de años viviendo así, identificándonos excesivamente con las experiencias formales de la vida. Pretendemos resolver las distintas experiencias por las que pasamos con la mente, y cuando comprendemos una circunstancia, cuando estamos dispuestos a asumirla se abre sin duda una puerta de la comprensión mental, sí, mas incorporar a la conciencia nuestra realidad emocional y vital es otra cuestión: todo un viaje energético de adaptación que nos sumirá en un arduo proceso.
Una cosa es lo que entendemos a través de las ideas, del pensamiento, y otra bien diferente lo que es capaz de asumir nuestro Yo vital y, asimismo, el centro de nuestras emociones. De esta manera el Yo vital se nos dispara constantemente, se hace muy reactivo. Para llegar a un sano equilibrio tendremos no sólo que comprender los acontecimientos desde un punto de vista mental, sino también educar la emoción frente al gesto impresionable y excesivamente pasional que el «Ego» adopta.
Cuando una persona ya ha cultivado este proceso del entendimiento ya no le nace la alteración, porque sus respuestas van siendo más consecuentes, más relajadas. No reaccionará constantemente por todo lo que le pasa y, en consecuencia, no se soliviantará emocionalmente. Sus respuestas vitales y emocionales irán siendo diferentes.
Como adultos, cuando la vida no nos proporciona lo que queremos, no se nos ocurre patalear, gritar o llorar (aunque a veces lo deseemos como lo hacen los niños). Se supone que cuando vamos desarrollando una cierta madurez, esas respuestas emotivas también van cambiando. Por lo tanto, en la madurez el individuo va desarrollando respuestas emocionales y respuestas vitales más relajadas y serenas, porque se supone que va comprendiendo y entendiendo que todo es relativo y fugaz. Esto es fundamental para estos estudios. Es una manera para crear salud, comprensión y conciencia allá donde antes establecíamos enfermedad, dispersión e inconsciencia.
Cambiamos el chip mental para observar la vida desde la realidad y no desde la sombra, desde el fetiche y desde la apariencia. No es una cataplasma que decimos para justificarnos y enredarnos en una nueva trampa mental, sino que es un gesto afirmativo que nos permite ver las cosas tal y como son, aprender a no disfrazar la realidad según los requerimientos del Yo.
La realidad es fugaz y transitoria. Por ejemplo: ¿Dónde está la sensación de angustia de aquella asignatura que suspendí en primero de bachiller? ¿Dónde está la sensación de angustia cuando me dejó mi primera novia, cuando me caí del árbol y me partí la pierna? ¿Dónde están esas sensaciones de problema? Ya no están aquí porque las ha devorado el tiempo. Incluso la sensación de dolor emocional que tenía ayer, ¿dónde está?
Por lo tanto, todo es fugaz y pasajero y cuanto más condicionamos la mente a la idea de depreciación, como si fuera permanente y absoluta, más sufriremos. La sensación de problema aumenta según la alimentamos con la mente. Por consiguiente, tardará menos en desaparecer si aprendemos a contemplarla como efímera y aparente.
Precisamente el dolor y el sufrimiento suceden porque no observamos la vida de forma ecuánime, o sea: equilibrada, sana, desde una visión relativa. Somos educados desde pequeños a identificarnos con las cosas y apreciarlas de forma absoluta, lo que afecta notablemente a nuestro centro emocional. Así estamos educados para el sufrimiento y el dolor, no pudiendo distinguir la dimensión ilusa en la que se sumerge nuestra sensación de problema.
No estoy diciendo que no disfrutemos con la vida y la gocemos; no estoy diciendo que la conciencia de la cual hablo nos haga instalar nuestra mente y la visión en una frialdad insensible y deslindada, donde nos dé igual todo y no tengamos sensaciones. Hablamos de aprender a gozar, a disfrutar y a vivir la vida con una atención precisa a aquello que nos puede perturbar.
Cuando me como una manzana no es la única manzana de la vida, no me identifico tanto con ella para que me robe mi propio Yo y mi energía. Estoy disfrutando de la manzana sin tomarla de forma absoluta, ya que podría estar en mi vida o no; y si alguna persona está cerca y tiene hambre, puedo desprenderme de ella sin dolor y compartirla. La puedo dar porque no estoy apegado a ella. Pero si convierto mi manzana en un objeto categórico, no se la daré porque es «MI MANZANA» y ella nutre sin conciencia a mi «Ego».
La gran receta sería aprender a disfrutar de la vida sin identificarse tanto con las sensaciones que ella nos brinda, con las experiencias por las que pasamos, con las cosas, con las personas…, con todo lo que nos relacionamos. La identificación y el gesto pasional generan angustia y minan la personalidad y la salud de todo individuo. ¿Sabéis que etimológicamente la palabra «pasión» significa dolor? En la sociedad de nuestro tiempo parece ser que si no vivimos las cosas con pasión, no las vivimos.
Allá donde ponemos nuestra pasión estamos poniendo una ansiedad equívoca que a la postre nos perjudicará. La euforia, la ansiedad, la necesidad extrema que nos vuelca a cualquier experiencia genera dolor. Por ello es imprescindible tomarse las cosas con más sosiego y no identificarse tanto con las situaciones, ya que así el Yo alcanza una visión apropiada y digna.
Los monjes tibetanos colorean polvos de arroz y forman mandalas que tardan meses en terminarlos. Más adelante llegará un lama de alto rango para destruirlos con un solo gesto. Los monjes se inclinan y no dicen nada. Ellos lo hacen como ejercicio de fugacidad, para entender que la vida es fugaz y transitoria y que cualquier acto, por mucho que nos haya costado hacerlo, lo devora el tiempo. Todo es pasajero, todo se lo lleva el viento, y cuanto más seamos capaces de cooperar con este desprendimiento, más lúcidos seremos. El desapego se convierte en uno de los más sabios ingredientes de la conciencia humana. Por eso el mantram de la fugacidad es el sonido del viento, un eco consonante que podemos utilizar en meditación para desprendernos de nuestras múltiples sensaciones de problema. Ulular relaja profundamente el centro emocional, y a las personas que son ansiosas, que tienen angustia y estrés este mantram les ayuda a calmarse y a soltar los añadidos artificiales que en nuestra psique carga el Yo.
Deja que los pensamientos vayan de paso para que, como lleguen, se marchen. Porque todo es transitorio. Deja, asimismo, que tus sensaciones equívocas de problema se esfumen de la boca del estómago. Porque todo es pasajero. El soplo consciente en la mente y en la boca del estómago favorece nuestra salud, tanto psíquica como vital. Soplando relajamos el campo físico y esa obstinación tensa que segrega el «Ego». Cierra los ojos y expulsa el aire por la boca lentamente y así suelta el pensamiento, los nudos viscerales, la máscara dura y tiesa que sueles poner en la vida. Soltando la energía dudosa que cargamos, liberamos de nuestro campo energético el hábito reactivo, ese puño cerrado contra la vida que necesitamos relajar. El solivianto se resuelve de forma profunda cuando aprendemos a actuar en los campos energéticos que nos sostienen, afectando positivamente a nuestra personalidad.
¿Es posible captar la energía del orgullo, de la soberbia, de la ira, del miedo… etc? Si en un estado de relajación aprendemos a instalar nuestra mente en este tipo de máscaras «egoicas» nos resolveremos en profundidad, afectando positivamente al alma humana. También podremos comprender nuestro exacto proceso, cooperando con él sin agobios excesivos, ya que la máscara aparente que vestimos requerirá su tiempo de encaje, en unas personas muy diferente al de otras.
En empresas japonesas se ha llegado a la conclusión de que los trabajadores que meditan rinden más y mejor en su trabajo, ya que ello les proporciona una adecuada capacidad de concentración. Muchas personas en su trabajo cotidiano no rinden, puesto que los problemas de auto-estima y afectividad, la debilidad personal, hacen que se entretengan en exceso, necesiten hablar demasiado, estableciendo balances de dispersión y falta de control. Es más fácil que una persona débil, con problemas emocionales, en su trabajo mecánico tenga accidentes laborales, ya que la desatención y la necesidad de evadirse de la realidad se hará más continua. Esto sucede porque hay tanta necesidad afectiva que allá donde estemos, sea lo que sea lo que vivimos, lo hacemos desde nuestra necesidad angustiosa. En consecuencia, si estamos en un trabajo, si nos acercamos a un grupo de amigos, si nos relacionamos con la familia... necesitamos encontrar un aliado emocional que se convierta en nuestro cómplice de lo que nos pasa, de nuestros dilemas y sensaciones, cuestión que hacemos inconscientemente con multitud de gestos compulsivos. Nos demoramos en la vida constantemente según nuestro trasfondo emocional. Así pues, según se desarrolle la asertividad y afirmación personal el individuo adoptará más recursos ante sus situaciones cotidianas, pudiendo resolverlas con una mayor parcialidad. La persona que tiene más fuerza interior actúa de forma más directa, es más rigurosa y austera en su expresión y, por ende, tiene mayor capacidad para organizar su circunstancias.
A menudo, cuando nos llega un problema a nuestra vida generamos una reacción de bloqueo, miedo, tensión que establece más y más angustia. Entonces el problema aumenta. Si aprendemos a hacer firme en la mente la idea de la fugacidad, en el momento en que estemos padeciendo cualquier situación como molesta sabremos que es nuestro Yo condicionado el que la sufre, y seremos capaces de instalarnos instantáneamente en una visión amplia y consciente que disminuya la ilusión. Esta costumbre nos permitirá decirnos que aquello también va de paso, que es circunstancial y que nuestro poder mental nos puede llevar a vivirlo como relativo y, en cierta medida, ajeno.
La fuerza interior de todo individuo aumentará según apreciemos este ejercicio. La persona débil hace la situación absoluta y la vive como si fuera a estar siempre ahí, junto a ella, lo que la empuja a adquirir miedo, falta de actitudes que encaren oportunamente la experiencia. Un fundamento cardinal de la psicología de la auto-realización es hacer comprender al paciente que lo que le pasa es transitorio y fugaz, que es una trampa psicológica que va de paso. De esta manera, cuando el paciente comprende y toma distancia frente a su anécdota, establece una energía positiva que le ayuda a no condicionarse tan extremadamente a la sensación de problema.
La mayor parte de los problemas psicológicos suceden por obstinación, porque solemos convertir los acontecimientos en categóricos y demasiado importantes para nuestro Yo. El «Ego» se obstina cuando cree que ese gesto es irremplazable, que le es imposible vivir el acontecimiento con relajo y desapego. Contemplamos la vida según el filtro psicológico con el que habituamos nuestra mente. Si aprendemos a usar un prisma más limpio, más relativo, no nos identificaremos tanto con las consideraciones que empleamos para la vida, alcanzando una oportuna perspectiva que nos ayude a apreciar y a optar de forma correcta.
La distancia que llegue a establecer un individuo frente a lo que experimenta le permitirá disfrutar y compartir con una mayor objetividad. El verdadero gozo estriba en aprender a vivir con independencia aquello con lo que nos relacionamos, madurez que nos facilita estimar la sustancia y fundamento de la realidad.
El «Ego» nos lleva a experimentar sin conciencia las cosas, lo que nos impide disfrutarlas con un refinado deleite y apreciación. De esta manera el hacer el amor, el comer, nuestra cercanía a cualquier obra de arte… etc. la viviremos desde el frenesí y angustia de un Yo perturbado, porque ansía y se siente en extremo carente.
Esta distancia a la que aludimos se refiere a centra-miento, comprensión abierta y relajada, control de observación: una mirada focal que experimentamos desde un núcleo perceptivo que no se daña y que no se encuentra sometido a todas las respuestas condicionadas y entramados psicológicos que, por hábito, usamos.
Toda sensación de problema tiene su principio, según el estímulo molesto haya condicionado nuestra psique. Cuando esa contrariedad aparece, deberemos de entender que está entrenando una zona no resuelta de nosotros. Por eso lo sentimos como problema, ya que no tenemos respuestas adecuadas a la situación. Podríamos decir que la experiencia nos desborda porque somos carentes e inmaduros. En esa misma situación otra persona podría tener una respuesta adecuada, sin elegir la sensación de problema que coarta su capacidad de resolver.
En la medida en que buscamos soluciones, en que nos llamamos a la atención serena, instalamos la mente en una energía adecuada que nos autoriza a resolvernos como personas. Estamos pues madurando, creciendo a través de la respuesta óptima a la situación.
Ejemplo: Si estoy a disgusto en mi trabajo tengo dos opciones: observar la utilidad de ese algo que me molesta para trascenderlo y adoptar una actitud madura y ecuánime, o bien atender a su inutilidad y, simplemente, abandonarlo y buscarme otra ocupación que me sea más apropiada. Si ese algo que estamos viviendo nos es inútil, ¿para qué vivirlo? Pero si ese algo nos es útil, aunque nos lleve a pasar una crisis fastidiosa, tendremos que aprender a hacernos aliados de la situación. La adaptabilidad consciente favorecerá nuestro equilibrio. Esta actitud de afrontar y trascender fortifica ostensiblemente al alma humana y sana la personalidad.
Aparece la sensación de problema y lo primero que pienso es que me quiere decir algo, que es un mensaje puntual a mi desarrollo como individuo. A través de esta situación tengo que desarrollar mis actitudes, mis capacidades, para afrontar, madurar, educarme y hacerme fuerte. La huida ante la experiencia molesta en la mayor parte de los casos no es lo más conveniente. Debo decirme: «esto no va a poder conmigo». «Puedo tener una respuesta sana ante esta circunstancia». «La vida es una gran entrenadora que me ayuda a crecer y madurar». Cuanto más se identifica mi Yo con la sensación de problema, ésta más se dilatará. Por lo tanto: la sensación de problema ha surgido y actúo en positivo ante ella; no reacciono con queja e ira, no me resisto para no alimentar lo incómodo del acontecimiento.
LA PREOCUPACIÓN DAÑA A LA MENTE. Cuanto más te preocupas más aumenta la sensación de problema. No te «pre-ocupes», OCÚPATE. Sopla la tontería que envuelve a esa situación. No te obstines. Desde esta actitud consciente vamos aminorando el ahogo, el ensueño que nos impide atender de forma amplia la realidad. Esta sensación se irá disolviendo en la medida en que no la alimentamos con el talante reactivo que emplea el «Ego» para no sucumbir. La conciencia encuentra respuestas asertivas en la situación —sea cual fuere— porque toma distancia y es capaz de atender al humo inesencial que la envuelve.
Cuando nos integramos a la experiencia somos capaces de considerarla como útil. Una persona cuando se acomoda a una situación es porque se siente satisfecha, le apetece en cierta manera vivirla. Podríamos decir que nuestro «Ego» se siente cómodo en las situaciones hostiles que nos da la vida, por lo que una parte de nosotros no quiere abandonarlas. No queremos, en definitiva, dejar de sufrir. Hemos experimentado con una gran cantidad de alumnos y pacientes sobre el hecho de proporcionarles una receta directa que les permitiría abandonar la sensación de problema. Sin embargo, sus «Egos» hacen el resultado como inviable, ya que no están dispuestos a cambiar.
Encarar, adoptar una idea apropiada sobre la experiencia, desnudarla de esa justificación recurrente que la alimenta, ver con objetividad… nos es muy difícil. En la medida en que valoramos los gestos conscientes, los adoptamos, ejercitando prácticamente lo que comprendemos como positivo. Así desarrollamos nuestras cualidades para adaptarnos a lo que más conviene a la situación. La conciencia pues disuelve la sensación de problema. Podemos mirar hacia atrás y ver reflejada en otra persona la circunstancia por la que pasamos hace tiempo, comprendiendo con claridad el equívoco y el talante inmaduro que la nutre.
Todos estamos en la cadena de la vida sujetos, en mayor o menos medida, a sensaciones de problema. En el espacio-tiempo se dilata tanto la positividad como la negatividad, ya que la Ley de imantación vibratoria que afecta al plano astral repele y atrae los acontecimientos dolosos como aquellos que son agradables. Esto es como decir que padecemos según la zona carencial no resuelta en nuestro inconsciente. Cuando resolvemos, superamos pruebas decisivas que atraerán a nuestras vidas otro tipo de situaciones.
Muchas veces la negatividad va con nosotros. El ser humano común no ha desarrollado aún la visión objetiva, esa percepción de la energía que nos permitiría apreciar los añadidos postizos del Yo. Si mediante una apropiada atención observáramos el campo energético de muchas personas, lo veríamos impregnado de una suciedad de negación y debilidad que ensombrece sus capacidades. Atendernos energéticamente es fundamental en estos estudios, ya que así aprenderemos a operar en el aura, el campo de la vitalidad que asienta constantemente el talante personal.
La relajación, tanto física como del Yo personal, se convierte en una práctica necesaria que nos ayudará a soltar lo incómodo. Asimismo la relajación mental se hace imprescindible, ya que con ella alimentamos mucha negatividad, muchas ideas que nos perturban y aumentan la sensación de problema. Con el pensamiento generamos una espiral vibratoria que atrae a nuestra vida problemas, inconvenientes, sensación de desvarío… barreras psicológicas que minan los estados de ánimo e impiden que se manifiesten abiertamente nuestras capacidades.
El inconsciente se empeña en no sanar, en no madurar. La cerrazón a ciertas edades se hace más fuerte, ya que el ser humano es un animal de costumbres con las que empeña continuamente su personalidad. De esta forma nos aterra cambiar, oponer una actitud consecuente a la situación, por muy clara que se nos plantee la solución al conflicto. La sensación de riesgo aumenta según sea el hábito de debilidad que aprisione al individuo, lo que hace que el afrontar se convierta en un muro, en muchas ocasiones insalvable.
ANTONIO CARRANZA
(Capítulo perteneciente al libro «Conciencia y Esencia». Si lo deseáis íntegro, podéis solicitarlo al Departamento Editorial de nuestra Asociación. Con ello contribuiréis a mantener los cuantiosos gastos de nuestra Obra Social. Gracias).
Web.- www.cepaluz.com
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